Víctimas de traumas en el documental brasileño

 

Trauma victims in the brazilian documentary

Vítimas de traumas no documentário brasileiro

 

e-ISSN: 1605 -4806

VOL 26 N° 115 septiembre - diciembre 2022 Varia pp. 239-252

Recibido12-07-2022 Aprobado 14-12-2022

 

Gustavo Souza

Brasil

Universidad Paulista

gustavo03@uol.com.br

 

Resumen

En 1989, Brian Winston presentó la discusión sobre la tradición de la víctima en el documental al tomar como objeto de estudio la producción inglesa de 1930 y el Cine Directo estadounidense para sostener que los realizadores de esas escuelas concebían a sus personajes solo como víctimas. Siguiendo la línea de esa discusión, este trabajo se concentra en documentales brasileños que abordan situaciones traumáticas. Estas obras accionan la hipótesis de que existen al menos dos dimensiones de la victimización que se distancian de la idea de la víctima únicamente como marginal social; así como el reconocimiento de que la victimización es una producción de las políticas de Estado.

Palabras clave: documental; trauma; víctima.

Abstract

In 1988, Brian Winston presented a discussion about the tradition of the victim in his documentary, analyzing the English production of 1930 and direct cinema of 1960s to assert that filmmakers belonging to these cinema schools thought of their characters as victims only. This paper discusses this further focusing on contemporary documentaries about traumatic experiences. The results suggest the hypothesis that there are two conditions to victimization when the victim is not considered a mere outcast; and that victimization is produced by State policies.

Keywords: documentary; trauma; victim.

Resumo

Em 1988, Brian Winston apresentou a discussão em torno da tradição da vítima no documentário, ao tomar como objetos a produção inglesa de 1930 e o cinema direto norte-americano para defender que os realizadores dessas escolas concebiam seus personagens apenas como vítimas. Para desdobrar essa discussão, este trabalho se concentra em documentários brasileiros que abordam situações traumáticas. Eles acionam a hipótese de que existem ao menos duas dimensões para a vitimização que se distanciam da ideia de vítima somente como marginal; bem como o reconhecimento de que a vitimização é uma produção das políticas de Estado.

Palavras-chave: documentário; trauma; vítima.

 

Introducción

En 1989, el profesor de documental Brian Winston publicó The Tradition of the Victim in Griersonian Documentary, texto que reflexiona, inicialmente, sobre la transformación de personajes en víctimas en la producción documental inglesa de la década de 1930. Aunque el título sugiera una concentración en las películas realizadas por la escuela liderada por John Grierson, Winston también discute esta faceta en el Cine Directo surgido en los Estados Unidos en la década de 1960. Al elegir personas al margen de la sociedad como personajes de sus documentales, los directores de estas dos tendencias ayudaron a construir la idea de que la víctima de la sociedad es también víctima de los medios de comunicación y, como resultado, muchos documentalistas invadieron la privacidad de las personas que retrataron. Con este elemento como norte, Winston elabora un argumento que opera en una clave dual que alterna entre libertad de expresión (por parte del cineasta) y derecho al control de la representación (por parte del personaje), siendo el primer elemento el de mayor peso.

Treinta años después de la publicación de este texto, la producción de documentales más allá de Inglaterra y Estados Unidos ha conocido nuevos arreglos narrativos, discursivos y estéticos que estimulan a la continuidad del debate de Winston. En este texto, nos enfocamos en la producción brasileña de documentales que dirigen su mirada a situaciones traumáticas — abordajes individuales y colectivos de victimización, sus consecuencias y cómo estas se comparten en la esfera pública — a fin de identificar de qué manera la experiencia del trauma permite dar nuevos elementos a la discusión sobre la tradición de la víctima.

Winston analizó dos vertientes del documental con propuestas narrativas, estéticas e ideológicas bastante definidas. Hoy, la producción documental brasileña es diversa y no obedece a reglas tan radicales para la composición de películas. En ausencia de escuelas o modelos tan demarcados, la selección de los documentales aquí discutidos obedece a un criterio del abordaje del trauma en dos dimensiones: individual y colectiva.

Sobre la primera de ellas, integran nuestro corpus Estamira (Marcos Prado, 2004), cuyo personaje — una mujer así llamada — desarrolla un cuadro agudo de esquizofrenia luego de ser violada, lo que altera su rutina y la relación con su familia. También tenemos Jogo de cena (Juego de escena, Eduardo Coutinho, 2007), especialmente el testimonio de Claudiléa, una mujer que perdió a su hijo de 19 años al ser asesinado en un asalto.

En relación con la esfera colectiva del trauma, seleccionamos Atos do homens (Actos de los hombres, Kiko Goifman, 2006) y Branco sai, preto fica (Blancos salen, negros se quedan, Ardiley Queirós, 2015). Ambas tratan de acciones policiales: la primera terminó con la muerte de 29 personas en la Baixada Fluminense, región metropolitana al norte de la ciudad de Río de Janeiro, y la segunda dejó a dos jóvenes discapacitados (uno en silla de ruedas y otro con una pierna mecánica) en Ceilândia, en la periferia de Brasilia.

Así, para desplegar la discusión sobre la tradición de la víctima, puede resultar más productivo concentrar nuestra atención en películas que hacen público el sufrimiento, pues la diversidad de medios y procesos de producción de documentales no está divorciada del aumento de la naturaleza visual de experiencias sociales que constante y consistentemente nos ponen frente a la víctima, lo que hace posible un acercamiento al dolor y, de cierta forma, nos estimulan a sentir lo que estas personas sienten.

Sin embargo, no defiendo aquí que solo estas cuatro películas den abasto para discutir el problema presentado por el texto. Muchos otros documentales que también abordan experiencias traumáticas podrían integrar nuestro corpus y enriquecer la discusión, pero la delimitación es necesaria para que pueda haber un acercamiento efectivo a las obras. Aunque veremos cada película por separado, hay puntos de conexión entre ellas, por lo que el análisis de una proporciona tópicos a ser abordados en el de las otras.

De tal suerte, la performance y el papel de las emociones está presente en Jogo de cena, Estamira y Branco sai, preto fica, mientras que la importancia del testimonio sirve de base para la discusión en Atos dos homens y Jogo de cena. Estructurar el debate en torno a un eje compuesto por performance, testimonio y emociones representa una elección deliberada debido a la ausencia de estos temas en la discusión original sobre la tradición de la víctima. Al ser yuxtapuestos, estos tópicos apuntan hacia la hipótesis de que existen al menos dos dimensiones para la victimización que se distancian de la idea de la víctima únicamente como marginal social, así como el reconocimiento de que la víctima no existe per se, sino que es también una producción de las políticas de Estado.

La tradición de la víctima

Antes de concentrarme en las películas, es importante dar más detalles sobre lo que Brain Winston define como tradición de la víctima. Su punto de partida, como se dijo antes, es la Escuela Inglesa de la década de 1930, que fundó las primeras bases narrativas y estéticas del documental. Estas consistían, en líneas generales, en el abordaje de temas como vivienda, educación, trabajo, salud y bienestar, así como la predominancia de un tono expositivo apuntalado por la narración en voz over y el uso de personajes únicamente para ilustrar lo que se narraba. Para Winston, la reunión de estas características favorecía la tradición de la víctima. Esta vertiente fue liderada por John Grierson, pero contó también con realizadores como Alberto Cavalcanti, Basil Wright, Harry Watt y Paul Rotha. Inspirados por cineastas soviéticos, estos documentalistas creían que el cine sería una importante herramienta para la educación del pueblo y para la promoción de una sociedad menos desigual.

El resultado de las elecciones de estos realizadores son personajes que no hablan por sí mismos: sus nombres no son identificados1 y tampoco se les consulta sobre sus representaciones. El individuo como ilustración del tema asociado a temas sociales y a la propaganda2 sería, por lo tanto, la combinación necesaria para consolidar el estatuto de la víctima en esta producción documental. Este modus operandi se extendió por el mundo y fue reforzado por la televisión.

Además de este aspecto, el Cine Directo estadounidense de los años 1960 también reforzó la tradición de la víctima. La tecnología que favoreció el desarrollo de esta escuela (cámaras más ligeras y captación de sonido directo) también intensificó, según Winston, la invasión de la privacidad. El autor desarrolla este argumento basándose en los documentales Titicut Follies (1967) y Hospital (1970), ambos de Frederick Wiseman. En el primero, sobre un hospicio, se revelan las imágenes y la cotidianidad de varios pacientes, pese a que están ajenos a todo lo que pasa. En Hospital, Winston considera problemática la secuencia en la que un joven bajo los efectos de medicamentos vomita repetidamente durante un brote psicótico en el que piensa que va a morir. Aunque hubo consentimiento por parte de los personajes (en el caso de Titicut Follies este fue parcial, porque muchos pacientes no tenían condiciones para ello), la manera de mostrarlos levantó cuestionamientos: ¿Solo el consentimiento es suficiente? ¿No habría, como consecuencia, el riesgo de la humillación?

Ante este panorama, Winston reivindicó la necesidad de discutir la cuestión de la víctima en la teorización sobre el documental, toda vez que las discusiones se concentraron es aspectos como “transparencia y narratología, la moralidad de la mediación y la reconstitución, el desarrollo de estilo y los efectos de los nuevos equipamientos”3 (Winston, 1989, p. 35). El encuadramiento dentro de la categoría de víctima y la invasión de la privacidad son, en este sentido, dos puntos que resumen la discusión presentada por el autor. Adoptamos aquí la hipótesis de que es posible desdoblar el debate más allá de estas dos características al verificar que existe una discusión primaria y secundaria de la victimización, así como un Estado productor de víctimas.

La víctima del trauma

El conjunto de películas que integran el corpus de este texto está marcado, primordialmente, por la heterogeneidad temática y estética. Mientras Jogo de cena y Atos dos homens apuestan por el testimonio como un importante elemento de sus narrativas, Branco sai, preto fica coquetea con la ciencia ficción y Estamira sanciona la singular performance de su personaje central. Hay, no obstante, un punto de convergencia. Todas las situaciones abordadas por estas películas se pueden leer bajo la óptica del trauma: violación (Estamira), masacre (Atos dos homens) y violencia que deviene en muerte (Jogo de cena) o discapacidad física (Branco sair, preto fica).

Concepto amplio y discutido por innumerables áreas del conocimiento, el trauma puede ser definido como un acontecimiento abrupto que deja marcas indelebles. A partir de las pistas que nos ofrecen estas películas, se puede recurrir a la noción de trauma cultural (Alexander, 2004; Smelser, 2004), que, en el marco de un abordaje sociológico, concibe al trauma como una atribución socialmente mediada: “un daño profundo, una explicitación de la violación de algún valor relevante, una narrativa sobre un proceso social terriblemente destructivo y una demanda por reparación y reconstitución emocional, institucional y simbólica” (Alexander, 2004, p. 11).

Se trata, por lo tanto, de un sentimiento negativo, difícil de asimilar y que interfiere en las formaciones sociales y culturales de una comunidad o, como lo resume Smelser, los “traumas culturales se crean como producto de la historia” (Alexander, 2004, p. 37). Esta perspectiva desplaza al sujeto de la condición de enfermo a la de víctima, por lo que resulta más apropiada para la discusión que proponemos aquí.

Es muy importante resaltar que esta noción no descarta la dimensión individual del trauma, sino que privilegia las emergentes propiedades colectivas de las experiencias traumáticas derivadas de la vida cotidiana. En este sentido, una infinidad de situaciones pueden ser leídas a través de la óptica del trauma. Esta perspectiva termina priorizando su dimensión colectiva, pero eso no anula la posibilidad de que determinados eventos en primera instancia individuales también puedan discutirse desde el punto de vista colectivo.

El caso de Jogo de cena ilustra bien este punto. Claudiléa relata la pérdida de uno de sus hijos a consecuencia de un asalto. Este acontecimiento, que desestructura a la familia y le trae serios problemas psíquicos a ella, es, sin duda, individual, pero se inserta en una realidad más amplia: la del contexto de la violencia urbana que atraviesa la sociedad brasileña. Este ejemplo revela que una rígida separación entre lo individual y lo colectivo puede ser útil para facilitar la delimitación y el análisis de las experiencias traumáticas, pero que, en la práctica, una separación tan rígida es inclusive difícil de concebir.

A partir de este argumento, es posible plantear que si el trauma es diverso, las concepciones sobre víctima también lo serán. El heterogéneo conjunto de películas que integra el corpus de este trabajo indica, de antemano, que resulta simplista considerar a la víctima como una mera receptora de efectos psicológicos negativos que existen en diferentes niveles. Cabe, por lo tanto, entender cómo el documental — al centrarse en las prácticas cotidianas que producen y reproducen la victimización — hace posible la discusión sobre quién adquiere el rótulo de víctima, cómo se da esto y cuáles son sus posibles consecuencias.

La tragedia humana ha sido el foco de los medios de comunicación sensacionalistas y también del cine, tanto en la ficción como en el documental. Winston identifica esta práctica en la Escuela Inglesa y el Cine Directo, cuyas elecciones narrativas y de lenguaje, anteriormente descritas, apuntan hacia la anulación de la subjetividad de los personajes. De tal manera, en una producción al estilo de la Escuela Inglesa, aquello que permitió que el documental fuera visto como un “discurso de sobriedad”4 (Nichols, 1991) probablemente encontraría hoy en día dificultades para marcar su sustentación.

Hay innumerables formas de acceder a la dimensión subjetiva del personaje en el documental.5 Una de ellas es por medio del testimonio dado directamente a la cámara del cineasta, algo ausente tanto en el cine expositivo de la Escuela Inglesa — que utilizaba fragmentos de las entrevistas como ilustración— como en el Cine Directo — en el que uno de los preceptos para la realización de documentales es el rechazo a la entrevista. Esto no quiere decir que la subjetividad del personaje solo se haga accesible a través del testimonio, pero en los documentales analizados aquí el testimonio es la aproximación más sensible que le permite a la víctima hablar sobre sus experiencias, toda vez que narrar el trauma promueve la expurgación, la catarsis. Esto lleva a reconocer también que el sufrimiento humano no debe ser reducido a un conjunto de preocupaciones estéticas, sino que debe estar alineado a las políticas de testimonio y memoria.

Dimensión primaria y secundaria de la victimización

Inicio el acercamiento a los documentales de nuestro corpus con Jogo de cena, obra que tiene como elemento central el testimonio. La película de Eduardo Coutinho está compuesta únicamente de testimonios de mujeres que narran momentos de sus vidas que ellas consideran importantes. Aunque el director no les haya sugerido un tema, predominan las historias de pérdidas de personas y relaciones.

Me concentro aquí en Claudiléa, personaje que narra la pérdida de su hijo en un intento de asalto. Inicialmente, el personaje describe a su familia para enseguida abordar el abandono por parte de su marido, quien, lejos de ella y de sus hijos, “resolvió disfrutar de su propia vida”. No obstante, Claudiléa logra levantarse y tener una vida tranquila junto a sus dos hijos. Como le gustaban mucho las fiestas, solía celebrar dos cumpleaños por año para ella, sus hijos y vecinos.

Todo cambia con el asesinato de su hijo en un asalto. “Fue la peor parte de mi vida (…), mi hijo tenía 19 años, era lindo, estábamos en un momento tan feliz, tan bueno. Yo le agradecía a Dios todos los días por estar tan felices y Dios me hizo eso. Yo me desesperé, fue una cosa loca. Le preguntaba a Dios por qué había hecho eso, pidiéndole que resucitara a mi hijo, pero no lo resucitó”. Claudiléa pasa a vivir entonces un período de gran sufrimiento, en el que era incapaz de volver a casa o ver fotos de su hijo. Encuentra cierta paz luego de un sueño en el que él le pide que no sufra más, porque está bien donde está.

En este testimonio, así como en todos los otros de Jogo de cena, es perceptible un ritmo folletinesco en la narración, con presentación de los personajes, conflicto y resolución del conflicto. Esta estructura permite que el espectador se adentre poco a poco en el universo de Claudiléa, quien, a medida que se acerca al relato de la muerte de su hijo, va demostrando cada vez más emoción. Los encuadres elegidos también contribuyen con este acercamiento, ya que a medida que la historia se va haciendo más tensa, prevalece el close up de rostro en lugar del plano americano. Incluso antes de llegar al “clímax” de su historia, Claudiléa ya está con lágrimas en los ojos y así permanece hasta el final.

La manera como se narra la historia y las elecciones de encuadre destacan la importancia de la performance en la transmisión de la memoria traumática (Taylor, 2013). Esta idea de Diana Taylor servirá, por lo tanto, como puerta de entrada a la discusión porque permite la lectura de documentales con diferentes temas y enfoques, pero que convergen en la exposición de individuos ensombrecidos por el dolor, cuyo trauma construye sus subjetividades.

Al igual que el trauma, la performance también es un concepto que discuten diversas áreas de conocimiento, por lo que partir de las pistas dadas por las películas resulta, entonces, una alternativa. Jogo de cena apunta hacia una perspectiva que entiende “la performance como un repositorio comprehensivo de saber y un poderoso vehículo para la expresión de la emoción(Schechner, 2013, p. 45, itálicas mías). Dejando de lado las expresiones artísticas (danza y teatro específicamente), esta definición procura concentrarse efectivamente en el agente de la performance al admitir que hay una especie de actuación en las prácticas cotidianas que se repiten constantemente, lo que hace que el autor conciba la performance como comportamiento restaurado.

Este punto de vista contempla lo pragmático y lo subjetivo, lo concreto y lo abstracto y, al llevarlo al terreno del documental, permite ver la relación entre documentalista y personaje con menos ingenuidad, como sugiere Baltar, toda vez que la performance problematiza “las negociaciones no siempre pacíficas entre una instancia y la otra, así como las implicaciones de la representación de la alteridad” (Baltar, 2010, p. 218-219).

Por ahora es necesario señalar que el testimonio de Claudiléa en Jogo de cena no solo confirma esta tendencia, sino que evidencia dos dimensiones en la victimización: una primaria y otra secundaria. Su hijo muerto en el asalto es, sin duda, una víctima de la violencia urbana. Sin embargo, quien debe lidiar con ese trauma es también, por desdoblamiento, una víctima de ese contexto. Reconocer estas dimensiones le permite al accionar humano, en sus variadas dimensiones simbólicas, retirar a la víctima de una posición estancada que anula especificidades, como se ve en Jogo de cena cuando se comparte una experiencia traumática a través del testimonio.

Otros documentales discutidos en este texto también resaltan este tópico, como Branco sai, preto fica y Atos dos homens. Pero la relación entre performance, emoción y trauma merece continuidad y está presente en Estamira, documental sobre esta mujer de aproximadamente 60 años que trabaja en el basurero de Jardim Gramacho, en el municipio de Duque de Caxias, región metropolitana de Río de Janeiro. En los primeros momentos en los que la cámara se acerca al personaje, es evidente su perturbación mental. Su discurso está repleto de palabras y expresiones creadas por ella misma y que tienen total sentido en su universo.

Si en el testimonio de Claudiléa, en Jogo de cena, prevalece la tristeza por el dolor de la pérdida, en Estamira la emoción más recurrente, por lo menos hasta la primera mitad de la película, es la rabia. Explosiva, ella vocifera, insulta y se enoja contra alguien que no sabemos exactamente quién es, pero, por su performance — gestos, tono de voz y vocabulario propio — podemos deducir que se trata de Dios, a quien en muchos momentos ella desprecia y duda de su existencia. Estamira se ve como alguien diferente a los demás; alguien cuya misión es “revelar la verdad”, como lo dice en varios momentos.

En este caso, la performance del personaje permite el acceso a su manera de ser, pero no aclara los motivos por los cuales está en ese estado de trastorno mental. Quien dará informaciones sobre los traumas por los que Estamira pasó es su hija, Carolina, que levanta la hipótesis de que su madre haya desarrollado un cuadro agudo de esquizofrenia luego de una violación.

Estamira es una víctima directa de los traumas que vivió, pero su performance rabiosa, así como el rechazo a presentarla como un otro-exótico, la aleja considerablemente de la victimización al estilo de la Escuela Inglesa. Ella no se autocompadece y la película le confiere fuerza y poder al asociarla a rayos y truenos, como lo observa Baltar (2010). A través de un montaje que articula la performance de Estamira con personajes “explicadores”, el documental opera en un movimiento doble: revela que la víctima del trauma es capaz de construir, de elaborar y de tener elocuencia en su discurso, y así evita que el personaje se reduzca al estigma de la marginalidad.

En este documental, el acceso a las experiencias traumáticas se da mediante un montaje que obedece a una lógica circular que trae siempre una nueva información, lo que le da ritmo a la narrativa. En principio, la idea de circularidad puede remitir a redundancia y poco dinamismo, pero en Estamira este recurso es necesario, porque la película se adentra en el universo de la esquizofrenia — singular en testimonios, palabras y puntos de vista.

La incomodidad no solo es causada por el basurero en el que trabaja el personaje, sino también por su performance (vocabulario específico y el modo agresivo de expresarse). Para aprehender las impresiones y posiciones de Estamira — comunes para ella pero inéditos para nosotros — es necesario no solo presentarlos, sino retomarlos siempre, para que poco a poco el extrañamiento se le haga familiar al espectador. Este resultado solo se obtiene mediante un montaje cuya preocupación es el refuerzo de estas informaciones seguido de un dato nuevo que hace más accesible el universo del personaje.

Si, como cree Schechner, la performance es un vehículo para la materialidad de las emociones, las performances tan distintas en Jogo de cena y Estamira revelan diferentes planteamientos a partir de los traumas sufridos por los personajes en cuestión. El primero de ellos es que la performance en el testimonio se convierte en un medio para la exposición de la memoria traumática, lo cual desplaza la discusión hacia el reconocimiento de la dimensión primaria y secundaria de la víctima. De modos diferentes, estos documentales problematizan la victimización individual como una experiencia de clase y de género a través de la cual se puede leer el trauma y las narrativas de la víctima como instancias socialmente circunscritas. Estamira se esfuerza para desarmar la expectativa de que vivir en una condición adversa implica inevitablemente asumir la adversidad como un modo de vida. Es evidente que se trata de una elección del realizador, porque el documental restituye de vigor y potencia a una persona con problemas mentales que vive y trabaja en condiciones precarias.

El Estado como productor de víctimas

Los dos documentales discutidos hasta aquí abordan el trauma en su dimensión individual. Para continuar el debate en torno a la tradición de la víctima, debemos ahora dirigir nuestra atención al ámbito colectivo. Inicialmente, las bases para esta discusión las provee Branco sai, preto fica. La película de Ardiley Queirós es una fábula que hace uso de convenciones del cine de ciencia ficción para narrar una historia que integra la memoria de un grupo de personas que vive en Ceilândia, ciudad en la periferia de Brasilia.

El documental se concentra en tres hombres: Marquim, Sartana y Dimas Cravalanças. Una acción truculenta de la policía en un baile black6 llamado Quarentão, en 1986, dejó a Marquim paralítico e hizo que Sartana perdiera una pierna luego de ser atropellado por policías montados a caballo. La frase que titula la película (“blancos salen, negros se quedan”) fue proferida por un policía durante la operación. Como venganza, ellos planean lanzar una bomba cultural en Brasilia y para ello cuentan con Dimas Cravalanças, que viene del futuro (2073) para ayudarlos.

El documental se detiene más en la cotidianidad de Marquim y Sartana en su plan de venganza que, necesariamente, en una explicación objetiva del evento traumático. Hay innumerables secuencias que revelan cómo es la vida de Marquim en una silla de ruedas, cómo hace para desplazarse y cuáles son sus dificultades para hacer fisioterapia en el Plano Piloto (el área central y planificada de Brasilia). También vemos cómo Sartana se ha hecho un experto en mantenimiento de piernas mecánicas que ayuda a otros en la misma condición.

La película se concentra, por lo tanto, en mostrar a detalle las cicatrices del trauma en la cotidianidad y el cuerpo de los personajes. Ellos son negros, discapacitados y habitantes de la periferia, pero existe un rechazo a la idea de victimización que reduce a los personajes únicamente a una condición marginal. Se apuesta, en cambio, en la víctima como productora de interacción entre instancias culturales e ideológicas en circunstancias socioeconómicas específicas. El documental induce a la reflexión sobre quien se vuelve víctima y quien puede incorporar o inclusive resistir a esa identidad, distanciándose de una lectura de los patrones de victimización per se. Se trata, en alguna medida, de exponer los paños sucios de un Estado que opera también como productor de víctimas.

El abordaje de Branco sai, preto fica se ocupa de una doble tarea: arrojar luz sobre las instituciones y relaciones estructurales que favorecen unas imágenes específicas de victimización en detrimento de otras — como las que reducen las periferias a lugares exclusivos de violencia — y llama la atención sobre situaciones que, a pesar de producir una seria victimización, no son designadas como tal. Tal abordaje reviste a la tradición de la víctima de una dimensión que me parece más grave que la de la invasión de la privacidad diagnosticada por Winston en su análisis del Cine Directo: el reconocimiento y la crítica de que la constante producción de otros se utiliza para legitimar la violencia por parte del Estado.

Las primeras informaciones sobre el baile Quarentão nos las dan los personajes centrales, que relatan lo importante que era aquel espacio de sociabilidad en un lugar donde las instituciones culturales son escasas. En el desarrollo de la película, Marquim reúne una serie de fotos tomadas en el baile. En un constante vaivén entre el pasado y el futuro — o, como apunta Mesquita, “entre pasado real traumático y futuro ‘especulado’” (2015, p. 9) — una memoria no solo traumática, sino también melancólica7, se instaura con la ayuda de estas fotografías cuando se contraponen la alegría y la diversión de las imágenes a la violencia y las mutilaciones que sobrevinieron a la acción policial, de acuerdo con los testimonios.

En un contexto en el que algunas voces son oídas y otras silenciadas, la expresión pública de lo emocional se vuelve un importante elemento que constituye el sufrimiento de la víctima y un inherente aspecto para la compresión de las teorías del trauma. Si “el principal objetivo del cine debe ser retratar las emociones”, como afirmó Hugo Munsterberg (1983, p. 46) hace más de 100 años8, es posible ver esta dimensión exterior de la emoción a la que Deleuze se refiere en las secuencias en las que Marquim está en su programa de radio. En ellas, el personaje pone los temas musicales que sonaban en el Quarentão y comparte con los oyentes sentimientos sobre el episodio, así como silencios. Son en total cinco momentos como este y el montaje los intercala cada 20 minutos, en promedio.9 La elección de colocar al personaje en una radio hace que su relato y sus impresiones, envueltos en una performance melancólica, creen una doble expansión: primero para toda Ceilândia, en el plano interno de la narrativa y, enseguida, para el público que ve la película, como si la narración dijera: “él sufre, pero también resiste”.

Esto se conecta con lo que Cláudia Mesquita — al discutir las relaciones entre pasado y presente en este documental — denomina “expandir el trauma” (2015, p. 9), esto es, enfatizar el sufrimiento, darle atención al modo como este se presenta y a los sentidos que pueden producirse. Aquí, la transmisión de la memoria traumática requiere la exposición de la incomodidad derivada de toda irrupción violenta provocada por la policía, representante del Estado.

Recurrir a la ciencia ficción subvierte abiertamente las convenciones y formalidades del documental. Sin embargo, esto no exime a la película de la responsabilidad de colocar la lupa sobre las consecuencias de este evento postraumático, al subrayar la existencia de un Estado que mantiene relaciones de poder que producen víctimas y protegen criminales. En este caso, las víctimas son discapacitados, negros y habitantes de periferias, pero estos no dejan de ser inventivos en sus modos de ser y lidiar con las adversidades.

La violencia policial es el tema de otro documental discutido en este texto. Atos dos homens se centra en una masacre perpetrada por policías militares que resultó en la muerte de 29 personas en las ciudades de Nova Iguaçu y Queimados, región metropolitana de Río de Janeiro, el 31 de marzo de 2005. Según el propio representante de la Policía Militar que da su testimonio a la película, un comandante más rígido había asumido el puesto de la región, lo que causó insatisfacción por parte de un grupo de policías que decidió desquitarse con la población. El objetivo inicial del director era hacer una película sobre sobrevivientes de masacres en Brasil. Un mes antes del inicio del rodaje ocurrió esta matanza, lo que hizo que Kiko Goifman desistiera del primer proyecto y se concentrara en este episodio.

Al detenerse en historias de personas anónimas que perdieron la vida en consecuencia de un acto violento, la película yuxtapone los testimonios de tres grupos: parientes de los asesinados, periodistas y habitantes de las ciudades donde ocurrió la masacre. Me concentro aquí en el primer grupo, en el que prevalece la fuerza del testimonio. Solo escuchamos la voz de estos familiares y en el momento en el que hablan, para preservar sus identidades, solo vemos la pantalla en blanco. De tal forma, la atención se dirige únicamente hacia sus declaraciones, lo que contribuye a reforzar la densidad dramática de la narración.

Todo el episodio es reconstruido y analizado por personas que, de alguna manera, tuvieron relación con el hecho. Una madre habla sobre las expectativas de encontrar a su hijo aún con vida: “vi a mi hijo caído en el suelo y no lo pude creer, me acerqué y le pregunté si me oía, lo sacudí, lo sacudí para ver si todavía respiraba, pero ya era tarde […] Él tenía el sueño de hacer un curso de filmación, pero no para filmar personas, sino naturaleza. Era un muchacho bueno en matemáticas y que soñaba con entrar a la Marina”.

El testimonio de esa madre apunta, nuevamente, hacia la revisión de la noción de víctima en el documental, pues revela, más allá del atroz resultado de la acción policial, a un hijo autónomo y con proyectos para el futuro, lo que se aleja de la idea de que las clases populares son incapaces de administrar sus propias vidas. Este relato se acerca al de Claudiléa en Jogo de cena, en el que es perceptible la victimización en su dimensión primaria y secundaria, porque quien se queda tiene que luchar con el sufrimiento de la pérdida.

El testimonio de arriba no solo da cuenta de la desesperación de ver a un hijo muerto, sino que restituye a la víctima de dignidad frente a la brutal acción de los agentes del Estado. Esto implica reconocer que la noción de testimonio, así como la de víctima, tiene sus desdoblamientos, por lo que debe ser pensada según el contexto en el que se inserta. A primera vista, el testimonio se refiere a la capacidad de presenciar, comprobar y sobrevivir a un determinado evento. “El concepto de testimonio — como lo apunta Seligmann Silva — desplaza lo ‘real’ hacia un área de sombra: se es testigo, por lo general, de algo excepcional que exige un relato” (2003, p. 47), lo que lo vuelve “ejemplar, no ficticio y profundamente marcado por la oralidad” (2005, p. 90).

Según el autor, este desplazamiento exige un mediador o compilador para conferirle al testimonio un orden lógico frente a los posibles vacíos y a la falta de linealidad de la narración. Aunque su reflexión se concentre en la literatura, pienso que es posible extenderla a las narrativas audiovisuales. Es el caso del documental aquí en foco que, como un mediador, organiza los testimonios no solo para transmitir el terror de la vida cotidiana, sino como forma de reparación simbólica para los que vieron segada su vida de modo tan infame.

Los asesinatos en números expresivos, tal como los aborda este documental, crean un impacto que amplía la victimización más allá de la víctima directa e incluye a aquellos que son testigos, experimentan actos de violencia de modo indirecto y sufren las consecuencias de los daños infringidos a otros.

Enfatizar a la víctima en un plano homogéneo y horizontal, aunque sea desde un punto de vista abarcador — como lo hicieron los realizadores de la Escuela Inglesa, de acuerdo con Winston — es dejar de lado las especificidades de los procesos de victimización (entre ellos, el desarrollo de una sobrevivencia resuelta), concebir a los más pobres apenas como “una clase del cuerpo”10 (Souza, 2009, p. 398) y naturalizar una escala jerárquica en la que la vida de unos vale más que la de otros.

En esta oportunidad, el testimonio es una de las expresiones más vehementes de un deseo no solo de expurgar el trauma, sino de superar las adversidades para continuar viviendo en una sociedad acomodada a lo intolerable. El testimonio invoca el sufrimiento como un componente necesario para la comprensión de nuestro perenne contexto de victimización. Al final de Atos dos homens, el documentalista anuncia que no se trata de un caso aislado: “hasta la finalización de esta película, ningún pariente de las víctimas ha recibido indemnización. Once policías están presos, esperando juicio. Dos meses después del rodaje, una nueva masacre ocurrió en la Baixada Fluminense. La película es lo único que termina aquí”.

Conclusión

Punto de partida para la discusión presentada en este trabajo, la reflexión inicial sobre la tradición de la víctima subrayó dos cuestiones importantes: la victimización en sí y la invasión de la privacidad. Esto no implica que la producción de documentales haya extinguido por completo estos aspectos en el ámbito de la representación (o de la presentación, como prefieren algunos). Al contrario, las construcciones problemáticas siguen existiendo, pero como el trabajo de Winston cumple ahora 30 años y se centra en el pasado (décadas de 1930 y 1960), esta discusión merece continuidad al privilegiar la producción contemporánea a partir del documental brasileño.

Ante la ausencia de tendencias o escuelas para el documental en el actual contexto de producción nacional, se hizo necesario adoptar un criterio para escoger las películas que integrarían esta discusión. Seleccionar obras que remitieran a situaciones traumáticas se mostró una alternativa ya que, al hacer público el sufrimiento de la víctima, estos documentales revelan que la narrativa de la víctima se confunde con la narrativa del trauma. Esto amplia el espectro de comprensión acerca de cómo el sufrimiento llega a nosotros y cuáles son las consecuencias de esta representación de lo cotidiano a través del dolor.

La respuesta a esta inquietud establece, de salida, que las concepciones de víctima no son homogéneas, pues lo que el documentalista entiende como víctima puede no coincidir con el modo como el personaje se ve. La cuestión, sin embargo, no se limita al ángulo desde donde se mira el fenómeno, sino al reconocimiento de que vivir en condiciones adversas no implica aceptar este rótulo de manera transparente y acrítica.

Por medio de recursos como el testimonio, se observa la transmisión de la memoria traumática en diferentes performances y, como desdoblamiento, puede plantearse una expansión hacia la noción de víctima que evita ver al otro de clase como alguien desprovisto de fuerza, subjetividad y creatividad, un aspecto más nítido en Estamira y Branco sai, preto fica.

Así también, otro desdoblamiento señala que la víctima no es solo quien sufre directamente el daño, sino también quien debe encarar sus consecuencias, como se ve en Jogo de cena y Atos dos homens. En este sentido, es importante resaltar que existen al menos dos dimensiones para la victimización, una primaria y otra secundaria, ya que esto arroja luz sobre la compresión del modo como las prácticas cotidianas producen y reproducen la victimización, bien como posibles demandas de reparación.

La articulación entre testimonios y emociones en la transmisión de la memoria traumática abre un precedente para el reconocimiento de que la víctima no es producto apenas de las elecciones de los documentalistas, sino también fruto de las políticas de Estado, especialmente cuando la atención se dirige a las poblaciones negras y periféricas, como se aprecia en Atos dos homens y Branco sai, preto fica.

Tal abordaje reviste a la tradición de la víctima de una crítica al aparato estatal como árbitro —y también arbitrario — del destino de las víctimas que produce. Al ser financiados por el Estado, es probable que las películas producidas en la Escuela Inglesa se hayan eximido de este abordaje.

Los estudios del trauma y de la victimización exigen también la atribución de responsabilidad para quienes causan el sufrimiento. Los documentales aquí analizados, especialmente Atos dos homens y Branco sai, preto fica, revelan de diferentes maneras que ese causante es el Estado brasileño. Más allá de la victimización en sí y de la invasión de la privacidad, estas películas demuestran que los acontecimientos nefastos a los que sus personajes fueron sometidos dejaron marcas indelebles en sus conciencias, lo que amoldó para siempre sus memorias y cambió sus subjetividades de manera radical e irrevocable.

Referencias bibliográficas

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Referencias audiovisuales

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Prado, M. (Dirección). (2004). Estamira. Brasil.

Coutinho, E. (Dirección). (2007). Jogo de Cena. Brasil.


1 La excepción es Housing problems (Edgar Anstey, Arthur Elton, 1935), que desentona entre las películas realizadas en la Escuela Inglesa por el hecho de que los personajes hablan directamente a cámara sobre sus problemas, además de tener sus nombres identificados.

2 La Escuela Inglesa era financiada por el gobierno británico. De allí deriva el carácter de propaganda de muchos de los documentales realizados.

3 Todas las traducciones son de mi responsabilidad.

4 Esclarece el autor: “El cine documental tiene un cierto parentesco con otros sistemas de no-ficción que, en conjunto, constituyen lo que podemos llamar discursos de la sobriedad. Ciencia, economía, política, política internacional, educación, religión, bienestar social. Todos estos sistemas dan por cierto que tienen poder instrumental; pueden y deben alterar el propio mundo, pueden ejercer acciones y acarrear consecuencias” (Nichols, 1991, p. 3).

5 Más detalles en Renov (2004).

6 Bailes que tocam géneros musicales como soul, funk y rap.

7 Corroboro la observación de Cláudia Mesquita (2015) de que la inmovilidad y la amputación explícitas en los personajes no se limitan a ellos mismos, sino que se extienden a Ceilândia. A pesar de la ironía en las secuencias en las que aparece Cravalanças, esta ausencia le confiere a la película un aire melancólico.

8 El texto Las emociones es de 1916.

9 La excepción se da en las dos últimas, cuyo intervalo es de ocho minutos.

10 Se trata de un sinónimo para lo que el autor clasifica de “ralea” brasileña. El término es una provocación a la tendencia políticamente correcta que ha dominado a la sociología brasileña en sus innumerables intentos de entender la constitución social del país y, como desdoblamiento de este objetivo, a las clases menos favorecidas o, simplemente, a la “ralea”.